4.4.06

EL NIRVANA

No lo cuento para dar envidia. La verdad es que la cosa no es para tanto. Pero es una de esas situaciones sencillas que te embriagan y que a uno le gustaría que duraran eternamente.

Ayer domingo hizo un día primaveral y me fui al campo con mi familia. Las lluvias de este año en Canarias nos presentaron un campo exultante en colores, perfumes y texturas. El día perfecto para una barbacoa en la casita rústica de Oswaldo, el ángel hecho hombre.

Después de unos muslitos con miel, sal y pimienta negra, braseados en rescoldos y de otras viandas no menos suculentas que no detallo ahora para no desviarnos del tema, llegó el nirvana.

Una tumbona colgada entre dos grandes pinos del país cual pirata curtido en mares, mi iPod con el adagio de la octava de Dvorak y mis hijos con mi sobrino Estani jugando al baloncesto justo a cuatro o cinco metros de distancia.

Las increíbles formas y tonos de la vegetación, el aroma del azahar, las risas de los niños y sus cabriolas, la perfecta temperatura, los pájaros contándose no se que, el sol que deambulaba por entre las ramas para acariciarme caprichosamente, el hipnótico vaivén y la genialidad de una obra musical dominio público, como deberían ser todas las genialidades, mezclado en perfecta armonía, me llevaron a ese punto del que nunca quieres volver.

No quise dormirme para poder saborear cada segundo de semejante placer de Dioses… pero Morfeo no supo pasar de largo.